8.20 de la mañana, recién duchado y vestido.
Camino calle abajo, el guarda de seguridad de la casa de enfrente me mira y sonríe. En la puerta del Aziadée ya están las chicas preparándose para pasarse el día masajeando.
Me cruzo con una señora que anuncia a golpe de bocina que va recogiendo papel. "Tuk, tuk?", es el tercer tuktuk que se me ofrece en cincuenta metros. "Até, Bong! Ockong".
El señor de gafas sin dentadura, que acaba de presenciar la escena y que cada día rechazo, también me ofrece tuk tuk.
Giro en la esquina del Khmer Surin. "Tsasabay?" "Tsasabay, ockong", este tipo me lleva viendo una semana y ya me pregunta que tal.
Dos tuktuqueros juegan a un extraño juego de damas. Otro se recorta parte de la coronilla con una hoja de afeitar desnuda mirándose en el espejo de la moto.
Cruzo la intersección con la 278 y un tuktuquero me sorprende leyendo. Dos que parecen estar haciendo algo muy interesante en el asiento trasero de un tuk, a juzgar por sus miradas atentas, me desilusionan enormemente. En realidad uno se está sacando la mierda de las uñas de los pies con un palillo de dientes y el otro disfruta absorto.
En la esquina con Sihanouk Blv con la 57, el que pesa las bombonas de gas lee un periódico local. Otro paisano, detrás de él, intenta seguir su mismo ritmo de lectura por encima de sus hombros.
Me aventuro por mitad de la calzada, la acera está ocupada por una obra y por unos cuantos coches aparcados en segunda fila, y hasta tercera en la puerta del banco. Me mimetizo entre motos, coches y bicicletas tratando de no morir atropellado.
Cuando llego al paso de peatones invisible, nadie parece reparar en él, son ya las 8.25.
Me lanzo a cruzar la calle como si estuviese protegido por un escudo de fuerza magnética que me hace inmortal. Con paso decidido, sin vacilar para evitar que alguna moto decida cruzarse por delante en vez de por detrás. Cuando llego a la otra acera respiro, he sobrevivido un día más.
En la esquina de Sihanouk Blv con la 51 hay otro paso de peatones invisible, pero como es sólo de una dirección no resulta tan arriesgado.
El Ratanakiri se despereza. Van sacando las mesas y las sillas para que a medio día acudan a su buffet los trabajadores de las oficinas de alrededor. Tiene fama de ser bueno y barato.
La acera de la Panha Chiet University está todavía desierta, no hay ni rastro de los coches que a la hora del almuerzo invaden el espacio público y te obligan a caminar por la calzada. El de la furgoneta-bar prepara su mercancía: dulces, bebidas, noodles, patatas, frutos secos... medio surtido del Corte Inglés en una camioneta de reparto.
Las clases ya empezaron, el aparcamiento de bicicletas está a reventar. Bicis empotradas en cuatro o cinco filas que quien sabe cómo van a sacar como a alguno se le ocurra intentar recuperarla antes de tiempo.
El policía de la esquina con Norodom, que no parece que tenga más tarea que observar cómo circulan los coches alrededor del Monumento de la Independencia, se repasa el uniforme y termina atusándose el flequillo frente a uno de los espejos de la moto.
Ahora viene el otro cruce suicida, este no es de paso de peatones invisible... sencillamente no existe. No hay ningún paso de peatones para cruzar de una acera a otra en 500 metros. Dos carriles por sentido, dos sentidos en cada carril. Da igual que un carril sea de circulación obligatoria en un sentido.. no tiene por que ser necesariamente ese el sentido único. Según la conveniencia del conductor, está permitido circular en sentido contrario por ese carril, así que tienes que mirar a izquierda y derecha en ambos carriles.
Sobrevivo al último cruce. Son las 8.30 y me he jugado la vida ya en tres ocasiones. Llego sudando, deseando que me escupa el aire acondicionado de la oficina y pensando en darme una ducha cuando apenas hace media hora que me estaba secando.